domingo, 29 de abril de 2007

MOMPOX TIERRA DE DIOS...


MALECON DE MOMPOX

IGLESIA DE MOMPOX

CASA DE LA CULTURA DE MOMPOX
AMÉRICA OCULTA
MOMPOX, COLOMBIA
Un sueño en el Magdalena
Declarada Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad,
esta mágica ciudad sintetiza lo tropical con lo colonial y lo andaluz,
atrapada en la ciénaga de un formidable río
DAVID VALDEHÍTA
La iglesia de Santa Bárbara fue construida en 1794. / DAVID VALDEHITA

Llegar hasta Mompox es, para el viajero con

recursos imaginativos, como escribir una

novela. O como dirigir una película, pintar

un cuadro o componer una partitura con

su música ideal. Es como crear arte en la

memoria con la sola visión de una región asilvestrada, fascinante, hechizada por

la magia y abrumada por la realidad Mompox, Patrimonio

Cultural de la Humanidad, se asienta en un canal secundario del

inmenso río Magdalena, a siete horas en todo terreno desde

Cartagena de Indias a través del colombiano Estado de Bolívar,

justo en la antesala del Macondo soñado por todos alguna vez.

No en vano, al poco de llegar a estas tierras, uno detecta la atmósfera,

lugares y personajes de las obras de García Márquez.

Pongamos, por ejemplo, que el creativo viajero pretenda grabar

allí un documental. Verá con asombro, proyectada tras la ventanilla

del coche, la narración visual que venía buscando. Se suceden, eternos,

los pastos más verdes, la tierra más roja, los cebúes jorobados,

garzas de refinada blancura y nubes de gallinazos que pelean por

la carroña de alguna res muerta en el arcén de la carretera.

De repente, un pequeño brazo del río Magdalena se interpone ante

los viajeros. Antes de que se percaten, ya está el vehículo montado

sobre una frágil plataforma que a su vez descansa sobre tres canoas,

una de las cuales, con un pequeño fueraborda, empuja el surrealista

mamotreto hasta la otra orilla.

Ya estamos en Mompox. El calor es achicharrante, estrepitoso, reverbera

tanto la luz que la belleza del lugar parece un espejismo. Mompox fue

fundada en 1537 por don Alonso de Heredia, cuyas huestes derrotaron

a las del cacique indio malibú Mompoj, al que al menos le queda el

consuelo de haber legado su nombre al lugar que le fue arrebatado.

Mompox se hizo importante como puerto fluvial intermedio entre

Cartagena y las tierras del interior, de donde provenían codiciadas

riquezas. Mompox, siempre pionera, fue la primera población

del Reino de Nueva Granada que proclamó su independencia

absoluta de España. Fue en 1810. De aquí también partió Simón Bolívar

con sus 400 lanceros momposinos rumbo a la liberación de Caracas.

Con este currículum no es de extrañar que en 1999 la UNESCO

premiara su acervo con la declaración de Patrimonio Histórico y

Cultural de la Humanidad, para orgullo de los momposinos,

que no dejan de recordárselo con cualquier excusa al viajero.

En cuanto a lo cultural, la arquitectura es deliciosa. La iglesia de

Santa Bárbara, por ejemplo, es como un delicado merengue.

Fue construida en 1794 y presume de ser la única en el mundo

cuya octogonal torre del campanario incorpora un balcón. Y no

es la única. Hasta siete iglesias se afanan por ser la más bonita

del lugar. Como la de San Antonio, de la que sale la procesión

principal que durante la Semana Santa recorre las calles con

un inconfundible aroma de imaginería sevillana. Porque Mompox

iene un algo andaluz en sus enrejadas ventanas que no pasa

desapercibido. Por algo en su fundación y diseño intervinieron

varios andaluces, y fue este singular sincretismo cultural entre

lo colonial, lo andaluz y lo autóctono el que destacó la UNESCO

a la hora de reconocer a la ciudad.

FILIGRANA MOMPOSINA. Sin embargo, en la actualidad,

el verdadero arte se encuentra en las orfebrerías. Los maestros

joyeros se han especializado en la llamada filigrana momposina,

un exquisito trabajo en plata u oro que alcanza sorprendentes

niveles de delicadeza y hermosura barroca, proliferando los

establecimientos dedicados a su fabricación y venta. A precios

realmente ventajosos. Los orfebres destacan la originalidad de

los diseños y la calidad de la plata para justificar la fama de sus

pulseras, brazaletes y pendientes. Si los turistas lo supieran,

vendrían en masa, suspiran con fatalidad.

Porque lo malo para Mompox es que no pilla de paso para ir a

ninguna parte, aquí hay que venir adrede. Y eso le resta visitantes:

el viaje es largo y el sofoco, tropical. Por eso, el gerente del hostal

Doña Manula, Yimi Alvarado, se entusiasma cuando nos cuenta

que en poco tiempo se podrá llegar hasta Mompox en una flota de

aerodeslizadores que reducirán unas cuantas horas el viaje desde

el puerto fluvial de Magangué, remontando el Magdalena a bordo

de esas futuristas embarcaciones.

Mientras esto ocurre, dejamos a Yimi meciéndose en una de las

mecedoras que hay en la puerta de cada habitación. Este Hostal,

alzado en una casona de más de 300 años, rezuma un aroma como

de leyenda misteriosa y en su restaurante se puede uno deleitar

con platos de la cocina tradicional de la zona, como la sopa de

mondongo, el guiso de galápago o el pescado de río, y degustar

los vinos de fruta elaborados, en vez de con uva, con tamarindo,

mandarina, corozo o mamón.

El brazo del río sobre cuya orilla se asientan los 40.000 momposinos

censados es sólo uno de los incontables meandros que se extienden

sobre una descomunal superficie de ciénaga y manglares. Unos

ecosistemas muy especiales y recomendables para dar un

interesante paseo en bote, empujado por pértiga, para descubrir

sus múltiples secretos.

COMO EN EL GANGES. Pero toda esta agua está viva y,

a principios del siglo XX, los caprichos de la naturaleza modificaron

los caudales, dejando en nada al otrora importante puerto de

la ciudad, e iniciándose de esta manera el comienzo de la decadencia

de Mompox.

Una decadencia que, por otra parte, permitió que se conservara puro

y casi intacto hasta hoy día, en que es posible darse un plácido paseo

en canoa por lo que fue el antiguo puerto, y regalarse la vista con

la estampa de Mompox desde la otra orilla con sus sucesivos campanarios,

las tejas granates de sus tejados y las amplias escalinatas que descienden

hasta el agua como si del mismísimo Ganges se tratara y que, en

épocas de esplendor, hacían la función de muelles de carga. Pero ya

es hora de empezar a grabar. El viajero prepara la cámara, se da una

vuelta por el pueblo y la acción se dispara.

Los primeros intérpretes son una familia de rojizos monos aulladores

que se desgañitan desde los gigantescos árboles que hay en la ribera

del río. Un perezoso les corta el paso hacia los plátanos que les ofrecen

los niños del colegio que disfrutan del recreo. El escándalo de sus

aullidos y gruñidos atrae a un montón de curiosos. Al final, los monos

sortean a su, en apariencia, inofensivo rival y bajan a comer con

cierta precaución de la mano de los niños. En otro árbol, descansa

un oso hormiguero. Más allá, un cerdo enorme le roba la red a

un pescador. El pescador sale corriendo detrás de él. El cerdo, en su

carrera, casi tira a un joven en bicicleta. El pescador grita, la gente

se ríe, el cerdo corre y desaparece junto a su perseguidor en una esquina.

En ese momento, se abre la puerta de una casona colonial y aparece

una anciana venerable. Se trata de Doña Aura, una abuela nonagenaria

que, con su cara menuda y arrugada, su abundante pelo blanco y sus

ojillos chisposos, nos invita a entrar en su casa.

El hogar de Doña Aura es casi un museo. Está lleno de mecedoras de caoba,

camas con etéreas mosquiteras, un florido patio central con perro,

galápago centenario, periquito y taller de filigrana. No podía ser de otro

modo. Al lado, está el cementerio, un auténtico camposanto plagado de imaginativos panteones familiares, ángeles en éxtasis y trabajadas

lápidas, incluyendo una adornada con una escultura del gato de la

finada, quien afirma en su epitafio que fue el mejor amigo que tuvo jamás.

CANTOS DE SIRENA. Fuera anochece de golpe. Enormes sapos

panzudos deambulan dando saltos por las sombras, mientras le croan

a una luna que se viste con halo ensangrentado. Una flota de luciérnagas

navega sobre jazmines de agua, siguiendo el curso del Magdalena, emitiendo,

sincronizadas, sus pulsos de luz.

Las salamandras caen de dos en dos desde los arcos del Hospital Militar

enzarzadas en territoriales duelos que acaban una y otra vez en

temerarias pero inocuas caídas. Un rickshaw caribeño petardea

por la plaza en busca de clientes. Visiones de un mundo diferente

que lanza irresistibles cantos de sirena sobre el forastero sorprendido.

El viajero está desolado. Quería grabar un documental, pero la sensación

es que va a ser imposible. Enseguida se acaban las cintas. Mejor no grabar

más. ¿Para qué? Si el argumento es eterno y el guión infinito...

No queda sino recrearse en la calma y armonía con que tanto la ciudad

como sus habitantes afrontan las cosas de la vida, y sentirse afortunado

por haber llegado hasta allí.

Mientras, el mundo antiguo de Mompox permanece anclado en

el tiempo, esperando creadores que lo incorporen a su propio Patrimonio

Mágico de la Humanidad.




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